Tal vez les ha pasado: hay un pendiente por ahí, sin resolver, del cual todos los días recibes un recordatorio. Algo que por equis o ye no has terminado, ejecutado, resuelto, atendido. Algo que parece estar tan cerca de finiquitarse que por eso te das permiso de postergarlo. «Cualquier día lo hago». Pero el tiempo pasa y cualquier día no llega.
Después de un cierto período, la maldita ansiedad. No concluir esta tarea se vuelve un pesar. Una excusa más para mortificarte y reclamarte a ti mismo. Y te vas a la cama y despiertas y el pendiente sigue ahí. Y lo notas y no haces nada al respecto porque ahora se ha vuelto parte de esa torcida narrativa que te has creado en la cabeza. Una historia que te cuentas una y otra vez. La historia de cómo no puedes terminar nada en esta vida.
O tal vez no te ha pasado. Tal vez estoy loco.
A veces lo pienso porque, ¿qué razón habría para no terminar las cosas que empiezo? Parece haber muchos beneficios implícitos en terminarlas y, por otro lado, consecuencias negativas implícitas en no terminarlas. Así que, ¿qué es lo que pasa en el cerebro que, a pesar de ver las cosas tan claras, cuesta tanto trabajo actuar?
En la cárcel del bruxismo nocturno
Toda esta situación me recuerda un poco al bruxismo. Verán, a veces, por la noche, comienzo a apretar los dientes. Primero es leve, un poco de presión. Luego, como si fueran imanes incapaces de resistir al magnetismo, los molares y caninos se apretujan con fuerza. Cada vez con más fuerza. Hasta que se hace difícil de soportar.
El tema es que tengo el sueño muy pesado. El dolor, la desesperación y la preocupación que me generan las dos filas de mis dientes moliéndose entre ellas es apenas capaz de sacarme de las profundidades y llevarme casi hasta la superficie. Ahí puedo entender claramente qué es lo que está pasando. «Estoy apretando los dientes», pienso. Pero en vez de desistir, lo único que logro es apretarlos con más fuerza. Es como que darme cuenta de lo que ocurre solamente lo hace todo peor. La sensación de parálisis, de querer ordenar al cerebro una acción pero terminar por ordenarle justo la acción contraria, es frustrante y muy extraña.
Siento que con los pendientes sin resolver y los proyectos sin terminar es un poco así. El peso de saber que no he sido capaz de finiquitarlos me paraliza. Saber muy bien que están ahí es fuente de frustración. Y dejarlos ahí, colgando sin terminar, a pesar de que lo que realmente quiero hacer es terminarlos, lo hace todo peor.
Quizá te estoy hablando en chino. «Si sabes que tienes que resolver algo, ¿por qué no simplemente lo haces y ya?» Así es como me imagino que piensa la gente normal, donde la haya. Y qué fácil sería la vida si no hubieran tantas telarañas en la cabeza.
El podcast de tu cabeza
Un día, al separar el contenedor de las croquetas para abrirlo y servirle su comida a los perros, noté que había una lagartija detrás. Nada nuevo, en esta parte del mundo las lagartijas están por todas partes. Al día siguiente, la lagartija seguía ahí y entonces supe que se trataba, en realidad, del cadáver de una lagartija.
Aquel era un buen momento para tomar una servilleta, recoger la lagartija y tirarla al bote de basura pero, por la razón que sea, no lo hice. Los días siguientes, seguí viendo la lagartija cada vez que movía la caja, recordando en cada ocasión que debería tirarla a la basura. «Un día de estos. Cualquier día».
Y así se fueron los días. Y las semanas.
No me pregunten por qué carajos no tiré la lagartija muerta durante todo ese tiempo. Siempre quise hacerlo. No hacía falta un gran esfuerzo para hacerlo. Solo era tomar una servilleta, recoger el cuerpo tieso del pequeño reptil y ponerlo en el bote de basura.
Pues no. Y batallo con entender por qué. Algo que recuerdo es verla ahí, durante el minuto que me tardaba en servir la comida, cerrar la caja y acomodarla. Al verla, recuerdo escuchar esa voz en la cabeza. «No eres capaz ni de tirar una lagartija a la basura.»
Entre más lo pienso, creo que el creerme lo que dice esa voz ha sido el gran obstáculo hacia mis objetivos. Es la misma que me mete la duda cuando voy a emprender algo. Me aconseja que no me ilusione demasiado, que no me esfuerce tanto porque lo más seguro es que, tarde o temprano, yo mismo encuentre la manera de arruinarlo. ¡Sas!

¿También escuchas voces? Está muy fuerte el hecho de que constantemente nos estamos programando con estas conversaciones internas. Digo conversaciones porque parece haber un elenco entero de personajes. Todo un podcast, con sus dos presentadores y line-up de invitados especiales.
Charles Fernyhough, profesor de psicología y autor del libro The Voices Within, asegura que este diálogo interno juega un papel fundamental en la motivación, la expresión de emociones e incluso en nuestra propia comprensión de quiénes somos. Pero hay un lado volátil del diálogo interno: tiene el poder de programarnos, para bien y para mal. Y resulta que somos mucho más proclives a concentrarnos en lo negativo porque humanos. Escuchamos con más atención a las voces que nos critican y les creemos más.
La pregunta más obvia entonces es ¿hay manera de evitar un círculo vicioso de programación negativa?
Correr el 90% de un maratón
¿Te imaginas deber un trabajo por años? A un amigo todavía le debo el video de su boda (pero será el mejor regalo por su décimo aniversario, lo prometo Carlos).
Hablando de videos de bodas, hace poco terminé uno que igual debía más de un año después. Para ser justos, prácticamente ya había entregado todo el video en partes. Pero nunca terminé de ensamblar las secuencias y nunca hice la introducción. Y ya saben, tan solo pensar en que no había terminado el video era suficiente para que me comiera las uñas de todos los dedos.
«No eres capaz ni de terminar los trabajos que consigues«.
Hace poco, me senté frente al proyecto con toda la intención de terminarlo. Después de evaluar en qué punto me había detenido, vi que fue justo antes de la incorporación de las entrevistas a la introducción del video. El audio en estos clips era muy malo, tenía un eco pesado. Recordé que, en el momento en el que me topé con este problema, sentí pereza de siquiera investigar cuál era la mejor manera de resolverlo. Seguro pensé algo así como «mañana lo busco, cualquier día de estos». Pero claro, cualquier día no llegó.
Después de ver un tutorial en YouTube, pude reducir drásticamente el eco, incorporar las entrevistas, terminar la introducción y unir todas las secuencias en el video final. Es increíble pero, por año y medio, el proyecto estuvo ahí en mi computadora. Prácticamente terminado. Prácticamente. Pero así como no podía simplemente coger la lagartija y ponerla en la basura, no podía simplemente arreglar este problema minúsculo y dar el último paso para terminar el video.
Mejor dicho: sí podía. No lo hice. Por meses y meses. Mientras tanto, la idea de no haberlo terminado me torturaba de adentro hacia afuera. Los caminos a la autodestrucción son infinitos.
Imagina correr el 90% de un maratón. Resulta tan absurdo. A menos de que se te haya fracturado un tobillo, ¿por qué no solo terminarlo, aunque sea caminando?
El caso es que por fin terminé el video y lo entregué. Y, de pronto, una de las nubes grises más grandes que había estado encima de mi cabeza por mucho tiempo se disolvió en una lluvia de alegría y satisfacción, así como así.
Ya encarrerado, al día siguiente, tomé una servilleta, recogí la lagartija muerta y la tiré a la basura. Me niego a bajar los brazos en esta lucha por definir qué tipo de persona soy porque sé muy bien quién quiero ser y no es la persona que he sido hasta ahora. No es la persona que deja sus sueños en visto, ni la que nunca termina lo que empieza, ni la que deja pasar semanas antes de deshacerse de una lagartija muerta. Al contrario, es alguien que respeta su propia palabra, que es proactivo y que entrega el trabajo un día entero antes de la fecha límite. Alguien que aprovecha cada una de las oportunidades que se le atraviesan y las convierte en puertas y escalones. Alguien confiable, que hace lo que se tiene que hacer y no espera una eternidad para hacerlo.
No sé. Tal vez sigo rusheado por este diminuto logro, pero lo estoy usando como combustible para tratar de vencer a mis gigantes más temibles. El talk-show en el interior de mi cabeza no para, pero soy mucho más consciente de las voces que hablan y cuáles son las que me termino creyendo y cuáles las que paro en seco. ¿Será posible que por ahí esté el secreto?
Mientras lo descubro, estoy en una onda de hacer, hacer, hacer. No detenerme tanto a pensar, no buscar la perfección, solo hacer. Estilo guerrilla. Que las fichas caigan en donde tengan que caer.
Pero, por Dios, que no se queden suspendidas en el aire.
Puedo identificarme muy bien con estas situaciones. Hice un ejercicio mental durante esos debates internos y noté que era justo ahí donde comenzaba el círculo vicioso. Después investigué alguna razón lógica o científica que me llevara a justificar mi procrastinación. Encontré esta plática TED: https://www.ted.com/talks/tim_urban_inside_the_mind_of_a_master_procrastinator?language=es
Concluí, en mi caso, que lo mejor era revertir mi perspectiva: Perder el tiempo como norma y darme breves instantes de trabajo intenso como paliativo. Ya con algo de práctica e imaginación he podido convertirlo en un juego divertido y productivo.
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Guoooo suena interesante ese método. ¡Tienes que contarme más!
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Básicamente, consiste en cambiar el objetivo. En vez de decir, «voy a terminar este trabajo para tal día», lo cambias por: «voy a jugar hoy con los perros». Este set de pensamiento elimina la decidia sobre si vas a avanzar en tu trabajo o no ese día.
Al mentalizarte para disfrutar del juego con los perros, debes hacerlo con seriedad. Dentro de la planeación agrega el trabajo necesario para lograrlo —aquí es donde entra el avance a ese proyecto—. El objetivo no sería terminar el proyecto, sino trabajar lo necesario para sentirte satisfecho y poder así disfrutar del juego.
Suena algo raro, pero te aseguro que eso hackea tu motivación.
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