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El gordito que vive en mí

Dentro de mí vive un gordito. Un personaje bonachón que no se mete con nadie, evita el conflicto y cualquier tipo de sufrimiento. Se refugia en su confort y, por lo mismo, no es muy disciplinado. No se exige mucho, le gustan las cosas fáciles. 

Antes, este gordito estaba al frente de los controles de mi vida. Esta es la historia de cómo nació, cómo me convertí en él, cómo lo desterré y lo que aprendí en el proceso. 

Ser gordo

Ser gordo implica mucho más que el sobrepeso. Es un estado de ánimo. Es un estilo de existencia. Cuando era gordito, prefería la ropa cómoda, vestir bien pasaba a segundo término. Como percibía que mi alimentación era pésima, no hacía nada por mejorar mis hábitos —al contrario, me refugiaba en el placer de la comida y no me cuidaba en lo absoluto. Me volvía loco con las porciones. Rebasaba la dosis diaria de azúcar. “Total, ya estoy gordo, ¿no?” El deterioro genera más deterioro. El síndrome de la ventana rota, que le llaman. 

El objetivo de ser delgado lucía tan lejos, que la idea de hacer ejercicio me parecía un absurdo masoquismo. Precisamente por mi problema de peso, la actividad física era un auténtico martirio y la recompensa no parecía estar cerca en lo absoluto. Al contrario, cualquier tipo de resultados visibles tomarían mucho tiempo y esfuerzo y yo lo sabía. 

En el fondo, la obesidad es un síntoma. ¿De qué? Cada caso es diferente, pero me atrevo a decir que en todos hay un cierto grado de eso que conocemos como baja autoestima. Falta de amor propio. Llámalo como quieras. Es esa creencia ahí, en las profundidades de la psique, de que no somos lo suficientemente buenos. De que no valemos el esfuerzo de estar bien. De lucir bien. De sentirnos bien. De triunfar. 

Siempre hay una raíz

Siempre hay una raíz. En mi caso, tendríamos que tomar la máquina del tiempo y viajar a la primaria, a los años de la pre-adolescencia. La verdad es que nunca fui un niño gordo hasta que comenzó esa dolorosa transición de la vida que todos atravesamos pero de la cual algunos salen mejor librados que otros. 

Un cachetón termina la primaria

Me verían por ahí, tragándome una sincronizada, unas papitas, un refresco y algún postre chatarra (bendita azúcar y su efecto analgésico). Creo recordar que, para aquel entonces, ya no me esforzaba mucho por participar en los partidos de futbol durante el recreo para no maltratar de más mi ego, de por sí magullado. Si en algún momento había dado lo mejor de mí para no ser elegido al final en el próximo partido, ahora había caído en la autocomplacencia total. 

Corte a un par de años más tarde. 

Ir a la secundaria es como vivir en un tanque de insuficiencia y desajuste. Las hormonas vuelan en el aire y todos luchan por descubrir su lugar en la jerarquía social. 

En aquellos tiempos, nadie hablaba de bullying, solo era algo que le ocurría a los blancos fáciles. Gordito, bajito, cristiano y afable, yo era la definición de un blanco fácil. De alguna manera, me convencí de que el acoso constante y la violencia eran manifestaciones legítimas de amistad. 

No cuento esto para que se sientan mal por mí. Ni siquiera puedo decir que la situación haya sido tan brutal como sé que le sucede a muchos chicos aún hoy. Lo cuento para explicar cómo fue que, en esta etapa, el ser gordito pasó de ser un rasgo fisiológico a uno de personalidad. A final de cuentas, como todo mundo, solo buscaba ser aceptado y apreciado. Adoptar ese personaje fue una manera de encontrar mi nicho y refugiarme en él. 

Incómodo en mi piel

Mi naturaleza optimista me llevó a no permitirme sentir emociones negativas, a guardármelas todas y enterrarlas en capas y capas de grasa. No me di la oportunidad de experimentar el enojo, la soledad. 

En cambio, lo cubrí todo con azúcar. “Todo está bien. No hay ningún problema. Estoy bien en mi tristeza y no necesito hacer nada al respecto. Al contrario, voy a apapacharme aún más y a comer todo lo que quiera y en cualquier cantidad. No necesito lidiar con la ansiedad natural de hablarle a las chicas y conquistarlas porque, al ser el gordo, estoy descartado por default y puedo ser solamente su amigo. No necesito destacar en los deportes, puedo entretener a todos con mi fatiga y ser disculpado por el profesor. No necesito ser excelente en la escuela, puedo conformarme con ser simpático.” 

Encontrar el fuego

Así fue como renuncié a caminar hacia la mejor versión de mí mismo. Para cuando entré a la universidad, las cosas se habían salido un poco de control. Mi peso, sobre todo, que andaba por los 110 kilos. La coraza que me protegía del mundo exterior era más gruesa que nunca, pero servía de poco porque algo me estaba comiendo desde el interior. La falta de amor propio se estaba tornando en odio y autosabotaje. Estaba transitando sobre una autopista de alta velocidad, destino: paro cardíaco. 

«Todo está bien»

Y, entonces, mi vida dio un giro. De una de las situaciones más dolorosas que me había tocado vivir, surgió un deseo ardiente de superación. De cambio. De transformación. 

Hay un fuego que arde en todos nosotros. A veces, es un incendio que nos consume con vehemencia, pero a veces está reducido a una escueta y pequeña flama. Este fuego es lo que hace que las personas alcancen la cima de las montañas más altas del planeta. Es lo que inspira la creación de piezas musicales épicas. La invención de artefactos que transforman la historia. La conquista de proezas aparentemente imposibles. 

Lo mejor de este fuego es que nunca se apaga, aún si se ve reducido a brasas chispeantes. Pues bien, de alguna manera, encontré ese fuego en mí y comencé a cultivarlo. Me di la oportunidad de cambiar o, al menos, de intentarlo. Me agarré fuerte de las ganas de experimentar la vida desde otro paradigma. 

No quiero hacerles la historia muy larga. Me inscribí en un gimnasio, dejé de tomar refresco, poco a poco comencé a gravitar hacia una alimentación saludable. No fue un cambio brusco, de la noche a la mañana. Tardé más de tres años en alcanzar mi peso ideal. Cuando era gordo, a veces soñaba que me despertaba y todos los kilos de más se habían ido. Un día, al despertar, esa fue la realidad. 

Y déjenme decirles: la vida como una persona delgada es una experiencia completamente diferente. Ganas agilidad, confianza, seguridad. La ropa te queda bien y recibes miradas de atención. Hacer ejercicio ya no es una tortura. Comer cosas dulces y engordadoras de vez en cuando se disfruta sin culpa. La gente te percibe diferente y te trata mejor. Sobre todo, dejar atrás el personaje me dio la posibilidad de descubrir quién era, más allá de ese gordito bonachón.

Sé lo que algunos están pensando. En estos tiempos de positividad corporal, se anima a los que sufren de sobrepeso a aceptarse y valorar su cuerpo así como es. Todo eso está muy bien, nadie debería de odiarse a sí mismo por su cuerpo ni sufrir por las presiones y estándares de la sociedad. Pero siento que en este discurso se suele perder el norte fácilmente. No tiene por qué ser tabú decir que la obesidad es un problema de salud que reduce la esperanza y la calidad de vida. Tampoco tiene nada de malo reconocer que la mayoría de las personas encuentran más atractivos los cuerpos delgados. Después de todo, estamos biológicamente programados para hacerlo.

Si estás leyendo y tienes sobrepeso —en realidad, si tienes hábitos y comportamientos autodestructivos de cualquier tipo: si en verdad quieres cambiar esta realidad, es necesario un viaje al interior para encontrar respuestas. ¿De qué te estás protegiendo? ¿Qué es lo que no te permites sentir? ¿En dónde está el dolor que quieres cubrir con azúcar, confort, placer? 

Nadie nos enseña a lidiar con la tristeza, el enojo, la frustración, el rechazo. Tal vez es por eso que la mayoría recurrimos a mecanismos poco saludables. Porque no conocemos mejores alternativas. Porque es lo que está a la mano. 

Hay vida después de la gordura pero implica transformar áreas de ti que ni siquiera entiendes muy bien. Practicar ese dominio propio que tienes tan atrofiado para poder quitarte la máscara. 

Hoy por hoy, el gordito está enterrado, relegado al fondo de mi personalidad, aunque nunca del todo. Nunca lo suficiente. Seguido asoma la cabeza y busca regresar. Se aprovecha de cualquier oportunidad, cualquier descuido, para manifestarse. 

Pero lejos están los días en los que reinaba en la superficie. Para mí, no hay vuelta atrás. Aun cuando gano unos kilos de más, nunca dejo que pase de ahí sin tomar acción para bajarlos. 

Y es que bajar de peso no solo me transformó por fuera, también lo hizo por dentro. Conozco mi potencial. Sé que mi destino está en mis manos. No le huyo a la disciplina, al dolor temporal, al sacrificio. Me otorgo valor a mí mismo y hago un ejercicio constante por examinar las áreas de mi vida en las cuales me estoy engañando o me niego a aceptar la realidad. Prefiero enfrentar las verdades duras que vivir en un mundo de caramelo. Olvídate de lucir mejor y estar más saludable, esta transformación interior fue el botín más valioso de todo el proceso.

Un comentario en “El gordito que vive en mí

  1. Reblogueó esto en Ideas Inconexas || por Sergio Robledoy comentado:
    No creo en las casualidades, mucho menos en las coincidencias; sin embargo, a veces la vida me sorprende y hoy ha sido una de esas ocasiones. Durante años he vivido una relación de amor-odio con estar gordo. De unos meses para acá decidí hacer algo al respecto pero después de algunos altibajos emocionales solté mis esfuerzos y encuentro reconfortante que justo hoy que vengo con mi ropa de correr metida en la maleta porque he decidido volver a comenzar y no mirar hacia atrás, esas coincidencias en las que no creo me regalen este texto de alguien que podría llamar «un viejo amigo» aunque jamás nos hemos visto. Espero lo disfruten,

    Le gusta a 1 persona

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