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Quedarse en el viaje

En la subcultura de las sustancias psicotrópicas, a la experiencia de estar bajo los efectos de alguna de ellas se le conoce como «el viaje». Seguramente lo han escuchado en un contexto u otro.

«Quedarse en el viaje» es una expresión que se refiere a la posibilidad de no regresar nunca a los cinco sentidos, a la cordura, a la normalidad. Es algo que se dice, no tanto como una advertencia seria, basada en hechos y datos científicos, sino como una fábula cuyo propósito es asustar. Quedarse en el viaje es como el Coco de los psiconautas. No digo que no le pueda pasar a alguien con predisposición a la esquizofrenia, por ejemplo, pero para la enorme mayoría de las personas es, principalmente, un mito. Un decir.

Llegué a escuchar aquello de que fulano o mengana se habían quedado en el viaje, pero cuando se decía eso nunca se hablaba de alguien que verdaderamente hubiera perdido por completo la brújula de la realidad. Más bien, el diagnóstico describía a individuos que, después de sus travesías por la psique y las dimensiones que ahí se esconden, habían hecho algunos cambios radicales en su vida. Con frecuencia, la expresión se usaba para referirse a alguien que se había cambiado el nombre por algo así como Angada o Sol Naciente. Alguien que renunció a su trabajo y se convirtió en artesano, chamán, nómada o artista. Se fue a vivir con una tribu de personajes afines que transitan los bordes de la sociedad moderna. Cambió los jeans y las playeras con eslóganes simpáticos por prendas hechas con fibras naturales, tal vez por ella misma. Se dejó crecer el pelo y la barba. Se dejó de bañar todos los días.

«Se quedó en el viaje».

Siempre pensé que quedarse en el viaje no era tan malo. Se necesita valor para tomar las riendas de tu vida y, al fin y al cabo, estas personas estaban haciendo justo eso. En el fondo, algo de aquello me resultaba admirable, sobre todo desde el interior de una carrera de ratas que poco a poco perdía su encanto.

El salto al vacío

A los 26 años, fui feliz. Trabajaba como videógrafo en uno de los principales periódicos de la Ciudad de México. Cubría todo tipo de eventos y noticias, desde marchas y protestas hasta estrenos teatrales. Tenía libertad para proponer mis propias piezas, hacer investigación, entrevistar personajes. Me tocaba estar frente a frente con los actores más relevantes de la política nacional. Un día iba a una entrevista con Carlos Fuentes, al siguiente grababa a una tribu de reguetoneros en el Metro Hidalgo. Me sentía Peter Parker, moviéndome por la capital con mi cámara, siempre con una misión. Realmente amaba ese trabajo. En el fondo, sabía que no podría hacer una carrera ahí. No me veía esperando pacientemente 10 años para llegar a los 15 días de vacaciones anuales. Sé que es lo que mucha gente hace y lo respeto, pero no sentía que fuera para mí.

En una vida pasada

Confieso que idealizaba el momento de renunciar. Después de todo, las historias de éxito suelen comenzar así, cuando el protagonista renuncia a su empleo. En mis sueños, esto ocurría después de haber ahorrado un buen «colchón» o a causa de una gran propuesta en la mesa. La verdad es que ni lo uno ni lo otro. Un buen día renuncié, movido por emociones, porque pensaba que cierto emprendimiento sin pies ni cabeza iba a darme de comer. A veces pienso que esa decisión la tomé con el espíritu, porque fue la que le dio un brusco giro al rumbo de mi vida.

A pesar de estar desempleado, roto y deprimido, entre el 2013 y el 2014 viajé más que en ningún otro período en mi vida. En ese lapso, atravesé el país de norte a sur a puros aventones para hacer un documental. Fui a Oaxaca a cubrir un evento de innovación social. A San Luis Potosí, a filmar a los Yamakasi en una convención de parkour. Viajé varias veces a Monterrey. A Chihuahua, Tampico, Villahermosa, Playa del Carmen. Me recluí durante semanas en la magia del Rancho San Pedro Xocchel en Yucatán. Esta forma de vida me hizo ver con toda claridad que nunca podría comprometerme a un trabajo normal. Ese tiempo me cambió para siempre. En cierto sentido, me quedé en aquel viaje.

La epifanía de la playa

Fue en Yucatán, precisamente. Lo recuerdo bien. Mientras daba pequeños brincos para elevarme por encima de las olas del mar de Sisal, entendí que quería vivir en la playa, aunque fuera por un tiempo. La idea la habíamos estado peloteando desde hacía tiempo. Yo, la verdad, lo decía más de broma. Ana, mi mujer, iba en serio. Pero a partir de ahí me di cuenta de que había algo en el agua de sal, la arena y la brisa que me hacía bien. Algo acerca de ese ambiente me daba la paz que no parecía estar encontrando en la ciudad. Ese día, fue como si a una semilla plantada finalmente se le cubriera con tierra y se le echara el primer chisguete de agua.

Coleccionando atardeceres

Así fue como terminamos en una isla, mi mujer embarazada, nuestros tres perros y yo. Encerrados en esta burbuja, hemos podido descubrir con calma quiénes somos y qué queremos. Una de las grandes revelaciones ha sido darnos cuenta de lo poco que necesitamos para vivir y lo mucho que solemos cargar sin una buena razón. El estar alejados de la política nos ha blindado de las distracciones y el circo de la vida pública. Vivir en un pueblo pequeño nos ha liberado de las preocupaciones y amenazas de las grandes ciudades. La falta de alternativas educativas nos ha impulsado a descubrir a profundidad el fascinante mundo de la educación en casa. Emprender un negocio ha terminado por convencernos de que no queremos trabajar para otras personas. Cada atardecer mágico nos ha curado un poco. El mar y los hijos nos han regresado a nuestra infancia, a ese estado en el cual de hecho se puede disfrutar del presente por lo que es. Aquí hemos aprendido las delicias de la vida lenta y sencilla.

A veces, nuestros conocidos y familiares nos ven raro. No todos entienden la elección de vivir así –vaya, hay días en los que nosotros mismos no entendemos. Lo cierto es que la decisión de abandonar la ciudad, nuestros empleos, incluso nuestras carreras profesionales, nos cambió. Pase lo que pase, no parece haber vuelta atrás. Un día empacamos nuestras cosas y elegimos el camino, la búsqueda que no termina, la navegación de aguas inexploradas. Viajamos a la Península de Yucatán en cuerpo, pero en la mente emprendimos también un viaje y ahí nos quedamos.

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